jueves, 16 de junio de 2011

Movimientos Indígenas de América Latina: un reto

Carlos Guzmán Böcklin

“Tiramos por la borda las teorías racistas y / o paternalistas que, con diferente nombre y en épocas sucesivas, presentaban a las poblaciones indígenas (…) como un problema irresoluto al que había que darle una solución definitiva, por el exterminio o por el mestizaje programado, además de la proletarización que exigían los pensadores estalinistas de las izquierdas ortodoxas para limpiar el camino que conduciría a la revolución. (…) Sin embargo, en el último tercio del siglo XX todas estas teorías van perdiendo terreno ante un hecho real: “La India” no sólo no se acababa sino había crecido en número y en la toma de conciencia de su situación. Levantó la voz, participó en los movimientos revolucionarios y exigir derechos, respeto y participación activa en la vida social global “.  

En el artículo 68 de la Constitución de la República del Ecuador de 1830 establece que: “Este Congreso constituyente nombra a los venerables curas párrocos por tutores y padres naturales de los indígenas, excitando su ministerio de caridad a favor de esta clase inocente, abyecta y miserable “. Casi dos siglos después la situación ha cambiado bastante. A este respecto, en el informe “Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global”, del consejo nacional de información de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de este país, puede leerse : “A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 deberán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Estos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas “. Para enfrentar esta presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la región poniendo en duda la hegemonía continental de Washington y afectando sus intereses, el gobierno estadounidense ya tiene establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente, la “Guerra de Red Social” (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo hiciera contra la teología de la liberación y los movimientos insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica. 

Hoy, como dice el brasileño Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en general, “la verdadera amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de los Estados Unidos] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales], es decir, los pueblos indígenas “. Así, los que durante los siglos de colonialismo español fueron la “raza inferior” con la misericordia explotación se contribuyó en buena medida a la acumulación originaria del capitalismo europeo, ahora pasan a constituirse en un peligro para a la seguridad hemisférica. Los movimientos indígenas de Latinoamérica están vivos y en pie de lucha. Pero esto abre una serie de planteamientos: ¿qué son en realidad los movimientos indígenas en Latinoamérica? De hecho el término se aplica a una variada y bien heterogénea realidad donde confluyen puntos de vista muy diversos, a veces opuestos. De todos modos, más allá de esta dispersión, hay un común denominador de fondo: la reivindicación de una identidad cultural de base: “como indios nos conquistaron, como indios nos liberaremos”. No hay duda de que estos movimientos, con diversidades dentro de cada Estado nacional, vienen creciendo, cobrando más fuerza, más solidez. En algunos países son ya actores políticos de la mayor importancia, y dentro de la lógica de democracias representativas “vigiladas”-para decirlo de alguna manera tolerable-que barren hoy Latinoamérica, no pueden ser ya excluidos del diálogo nacional como lo fue durante siglos en las agendas de las aristocracias vernáculas, supuesta representación del “progreso” europeizante frente al “atraso” de los pueblos originarios. 

De hecho, en Bolivia está el primer presidente de origen indígena de la historia: el aymara Evo Morales, producto de la movilización de las bases en históricas jornadas de lucha. Y en Ecuador, Perú, Guatemala, Chiapas en el sur de México son los actores más dinámicos del panorama político. Vale hacer una consideración: el término “indígena”, incluso, por tan amplio puede terminar no siendo necesario y contribuir a la exclusión. Por eso no faltan los que plantean su eliminación: “Utilizar los nombres propios de cada pueblo (Kiché, Quechua, Cuna, Sami, etc.) Eliminando el concepto” indígena “que generaliza ya la vez destruye nuestra identidad, es decir, construir un mundo sin indígenas y reconocer los nombres propios de los pueblos “, según se propone en las Conclusiones del Encuentro” Proyecto Pueblos Indígenas “de la Organización Internacional del Trabajo, de 1996, realizado en la ciudad de Chimaltenango, Guatemala.

La aparición de los pueblos indígenas como nuevos actores políticos en el escenario latinoamericano, con una dinámica muy particular como no lo habían tenido durante los siglos de colonialismo ibérico padecido, se caracteriza por un conjunto de dinámicas propias que no tienen otros movimientos sociales: 1) la reivindicación por sus derechos específicos como pueblos indígenas con su cultura y su autonomía, 2) la territorialización de su presencia, 3) el desarrollo de estructuras organizativas cada vez más complejas , 4) la dimensión nacional de sus demandas, 5) las relaciones que están tomando sus luchas con los Estados nacionales donde las mismas ocurren. Se podría decir que es un pedido generalizado, desde Chiapas hasta la Patagonia, el reclamo de reconocimiento del derecho a la diferencia, que se reconozca y respete su especificidad étnico-cultural, que no se les reduzca a algunas categorías sociales de la sociedad capitalista dominante, como la de “campesinos”. 

Las reivindicaciones más sólidas y articuladas de algunos movimientos indígenas se han encaminado hacia el planteamiento de Estados plurinacionales. Esto apunta a la modificación estructural de los Estados nacionales nacidos después de la independencia formal de la corona española a principios del siglo XIX como “grandes fincas” manejadas por aristocracias criollas sin proyecto propio de nación-como sucedió, por el contrario, en la naciente Unión americana en América del Norte, que desde el inicio (eliminando a todos los pueblos originarios, valga añadir) -, se planteó una real independencia política y económica. En Latinoamérica, donde en general los pueblos originarios-salvo algunas excepciones donde fueron prácticamente desaparecidos, como Argentina y Uruguay-seguir resistiendo la conquista en una interminable licitación, estos nuevos planteamientos de plurinacionalidad buscan la representación efectiva de los mismos en las naciones modernas; naciones en las que se da la paradoja de que, teniendo mayorías de población indígena que no pudieron ser totalmente asimiladas ni doblar, presentan Estados calcados sobre los modelos liberales europeos desconociendo y marginando a los pueblos autóctonos, Estados centrados en las ciudades capitales y que tomaron el español como lengua oficial, siempre mirando hacia Europa o Estados Unidos abominando de su composición aborigen. La demanda de plurinacionalidad implica, en definitiva, el final del asimilacionismo político y cultural del que los pueblos indígenas han sido víctimas por cinco siglos.

“El problema del indio no es asunto de asimilación o integración a la sociedad” blanca, civilizada “, el problema del indio es problema de liberación”, decía taxativo el líder indígena Fausto Reinaga en la década de los 70 del siglo pasado. Y añadía, refiriéndose a esta posibilidad liberadora: “Europa nos ha impuesto su lenguaje, su religión, su historia, su moral, su cultura, su arte. Ahora pretende imponer su versión de la revolución, sus estrategias y tácticas “correctas” de lucha “. Desde hace ya algunas décadas los pueblos indígenas de diferentes regiones de Latinoamérica-la tradicional mano de obra barata y sin organización sindical para las grandes fincas de las burguesías nacionales agroexportadoras, y por otro lado, el personal doméstico de las clases medias y altas urbanas-vienen llevando a cabo una serie de luchas en defensa de sus derechos plenos y de sus territorios, bajo distintas condiciones y valiéndose de estrategias variadas. En esta dinámica política encuentran como sus enemigos directos a los Estados nacionales donde habitan, que más que acoger como ciudadanos los han marginado y reprimido históricamente. En esta lógica se enfrentan a las fuerzas armadas y policiales de estos países de los que son parte, los terratenientes y sus grupos armados privados, a las empresas petroleras (en general extranjeras y establecidas en territorios que los Estados nacionales-excluyentemente racistas y capital-les otorgan pasando por sobre los pueblos originarios), a las empresas forestales y mineras, así como a las empresas fraccionados y consorcios hoteleros, en un marco reivindicativo que va desde el político hasta el cultural. Sin idealizaciones simplistas ni glorificaciones mistificantes, no hay dudas que todos estos movimientos indígenas constituyen un reto al discurso hegemónico capitalista occidental. Sin plantearse una opción revolucionaria en términos clasistas según la concepción marxista clásica, sin dudas son una “piedra en el zapato” para la concepción dominante.

Con una tradición que viene de sus siglos de resistencia a la dominación española, los pueblos indígenas evidencian una democracia de base más genuina que las raquíticas democracias representativas surgidas en Europa y transplantadas al continente americano en una deslucida copia. Si las poblaciones indígenas, mayoritarias en algunos de los actuales países latinoamericanos, profundizan esas prácticas de democracia directa en la forma de sus autoridades políticas, inmediatamente se vuelven desafíos a los poderes tradicionales de sus países y el imperialismo norteamericano, puede confluir con las tendencias más contestatarias de otros sectores sociales, como la clase obrera industrial, los desempleados urbanos y, en definitiva, todos los sectores que el sistema capitalista-y más aún las políticas neoliberales de los últimos años-han venido segregando y empobreciendo. En otros términos, los movimientos indígenas vienen emergiendo en el mismo nuevo horizonte común de cambio social y político que levantan otros colectivos igualmente marginados, apostando por nuevas formas de democracia directa, participativa, lo cual es un reto abierto al statu quo, tradicionalmente conservador y racista y con un profundo sentimiento “anti-indio”.

A este respecto es interesante considerar la “Declaración de Quito” con la que concluyó el encuentro continental “500 Años de Resistencia India”, en julio de 1990, preparatorio de la contracumbre de celebraciones que tuvieron lugar con motivo del “encuentro” (o encontronazo?) de dos mundos en 1492: “los pueblos indios además de nuestros problemas específicos tenemos problemas en común con otras clases y sectores populares como la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión y explotación , todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada país “. Sin ser una opción marxista en sentido estricto, los movimientos indígenas de Latinoamérica tienen un potencial de cambio social enorme. O, al menos, son una confrontación abierta para los poderes capitalistas dominantes, sean las aristocracias locales o los capitales transnacionales, especialmente los estadounidenses. 

Sus reivindicaciones específicas como pueblos ancestrales los convierten inmediatamente en sujetos políticos de cambio, en tanto reivindican cosas que los años de colonia y luego de capitalismo periférico cuando las independencias formales de los Estados en que se desarrollaron, les ha negado. El solo hecho de pedir respeto a su identidad, y más aún: el acceso a la tierra oa los servicios mínimos de las sociedades modernas (salud pública, educación pública de calidad, otros servicios que trajo aparejado el desarrollo de la tecnología capitalista como viviendas más confortables, agua potable, comunicaciones, etc.) los ha transformado en otro colectivo más que, sin ser el “proletariado industrial urbano” que levantaba el socialismo clásico, también es un factor de protesta no menor, con un gran poder de convocatoria y movilización. Como muestra: la cantidad de presidentes que sus luchas han contribuido a deponer en estos últimos años (en Bolivia, en Ecuador), creando situaciones francamente prerrevolucionarias. Las izquierdas tradicionales de Latinoamérica-en general inspiradas en cosmovisiones europeizantes de marxismo ortodoxo, salvo chispazos alternativos como José Mariátegui en Perú o Carlos Guzmán Böcklin en Guatemala, que han propuesto nuevas interpretaciones de la cuestión indígena, siempre como marxistas, pero entendiendo de otro modo el fenómeno-han tenido muchas reticencias para aceptar teórica y prácticamente el hecho de una “movilización política indígena” como una entidad propia, y de hecho su accionar político siempre se ha encaminado a integrar los movimientos indígenas en la lógica de lucha campesina. 

Como claramente lo expresa el pensador guatemalteco Guzmán Böcklin, a la izquierda latinoamericana por años se esperó “la proletarización que exigían los pensadores estalinistas de las izquierdas ortodoxas para limpiar el camino que conduciría a la revolución”. El “problema indígena” fue para la izquierda en muy buena medida justamente eso: un problema. No encajaba en la teoría, era un “obstáculo” para la revolución proletaria. Pero si bien es cierto que las izquierdas mantuvieron una interpretación que subsumió a los grupos étnicos dentro de la categoría “campesinos”, en los últimos años puede apreciarse cierto cambio hacia una valoración más positiva respecto a las reivindicaciones de los pueblos indígenas por parte de algunos intelectuales y organizaciones políticas. Aunque es cierto que los pueblos indígenas en su mayor medida son campesinos, mantienen en sus reivindicaciones puntos específicos que, más allá de la globalización uniformando que se expande sobre el planeta, les confiere un perfil propio como colectivo. Y es este perfil propio, esta defensa sin restricciones de su identidad, esta reivindicación cultural de sus raíces que, precisamente, los pone en marcha en tanto nuevo sujeto político que alza la voz.

Sin ir al extremo de un pintoresquismo romántico-o ingenuo-que ve en los pueblos originarios sólo una suma de bondades (con lo que se estaría reeditando el mito del “buen salvaje”, mito eminentemente racista en definitiva ), también es cierto que el fenómeno de los pueblos indígenas de Latinoamérica no se agota con una lectura desde los parámetros del economicismo marxista ortodoxo. Sin duda los indígenas son campesinos, en muchos casos con limitado acceso a la tierra y con los mismos problemas que agobian cualquier campesino pobre del continente, pero también tienen otras demandas específicas que no van a deponer. De ahí aquella expresión: “como indios nos conquistaron, como indios nos liberaremos”. No hay dudas que el colectivo “pueblos indígenas” encierra un gran potencial de cambio. La resistencia histórica de cinco siglos viene esperando en silencio. De momento su reivindicación de territorialidad es ya un desafío al gran capital, mientras cuestiona el paso avasallador de las grandes empresas petroleras, mineras o explotadoras de la biodiversidad que justamente apuntan a los lugares donde ancestralmente habitan esos colectivos. Por el solo hecho de plantear una pertenencia histórica de estas tierras, eso ya constituye un obstáculo a la lógica de los grandes capitales. Mucho más aún si estas reivindicaciones van de la mano de organización política y articulación con “problemas en común con otras clases y sectores populares”, tal y como pedía la Declaración de Quito. La geoestrategia hemisférica de Washington y al intuir, de ahí la caracterización de “peligroso” para los nuevos escenarios que le desafían su hegemonía en los próximos años con los movimientos indígenas en crecimiento. La opción, como siempre, es la represión. Pero también la asimilación. 

En esta lógica aparecen las “ayudas” que el Banco Mundial y otros organismos internacionales similares vienen otorgando para impedir que se consoliden sujetos colectivos indígenas, al menos en tanto opción alternativa real. El ecuatoriano Pablo Dávalos lo expresó con claridad: “Cuando los indios emergen en el 90 empieza también la cooperación para el desarrollo. Las ONG del desarrollo aterrizan en el corazón del movimiento. (…) La cooperación rompe la solidaridad e inaugura rivalidades entre las comunidades con la creación de organizaciones de segundo grado que empiezan a disputar los recursos de la cooperación “. El indigenismo por indigenismo puro puede derivar en folclore, o en fundamentalismo. De eso no hay duda. Pero negar la especificidad de las luchas de los pueblos indígenas convirtiendo mecánicamente en campesinos es un déficit en la acción política que pretende transformar la actual realidad político-social. Como siempre, la realidad es mucho más verde que el gris de la teoría.





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